Reseña de La guerra en las palabras. Una historia intelectual del “narco” en México (1975-2020)[1]

Las políticas de representación de los problemas sociales desempeñan un papel importante en las formas en que se ejerce la gubernamentalidad contemporánea. Según Foucault (2008), en esas formas se intenta influir sobre las posibilidades de acción de poblaciones enteras, lo que se consigue con la creación de dispositivos que potencian el gobierno de otros y el autogobierno. En estas modalidades de ejercicio del poder, lo que piensan, sienten y perciben los diferentes actores sociales concebidos como públicos resulta muy relevante. Por lo tanto, en el mundo globalizado e hiperconectado de hoy, los sistemas de producción y circulación del conocimiento resultan cruciales tanto para la formulación de diagnósticos como para la implementación de soluciones a ser apoyadas e interpeladas por diversos públicos.

En este entramado comunicacional e intertextual, en el que se construyen, instalan, disputan y fragmentan consensos sobre las agendas de problemas públicos, se inscribe La guerra en las palabras. Este trabajo examina la relación entre las políticas securitarias, las estrategias de control de poblaciones, las representaciones de la violencia y el neoextractivismo, fundamental en las lógicas de acumulación del neoliberalismo autoritario. Continuando la investigación crítica sobre la representación del “narco” adelantada en trabajos anteriores (Zavala, 2018), el autor se centra en las transformaciones estratégicas que adquieren las formas de hablar y concebir el tráfico de drogas en diversas agencias sociales. Para ello, se evidencia la instalación progresiva en la esfera pública y en los imaginarios colectivos de una coreografía discursiva que caracteriza el problema social de las drogas como una amenaza monumental, intrínsecamente violenta y mundial. Zavala considera que estos repertorios discursivos[3] conforman una narconarrativa, es decir, un ordenamiento simbólico estratégico que limita el horizonte epistémico desde el cual pensamos el “narco” y desplaza la atención social y la respuesta institucional a la acción militar como única solución posible.

Esta conexión entre lo epistémico y lo imperativo (Foucault, 2008) es uno de los anclajes y méritos de este trabajo que hace evidente cómo las formas de “hacer creer” (Charaudeau, 2005) devienen en prácticas que producen materialidades, políticas y formas de violencia organizada y continuada, que luego se institucionalizan y autonomizan. La respuesta militarizada a una problemática compleja y estructural es el resultado de esta amalgama epistémica y deóntica de la narconarrativa. Esto se ha traducido en México, desde mediados de 2000, en una “guerra contra el narco” que ha incrementado exponencialmente la violencia letal en manos de militares, así como los homicidios, las desapariciones forzadas, los desplazamientos y migraciones internas, la fronterización de amplios territorios y las más brutales violaciones de los derechos humanos en las poblaciones más pobres y vulnerables.

Estas violencias son comunicativamente espectacularizadas y difundidas a través de las más diversas mediaciones, entre las que destacan el discurso periodístico, los trabajos académicos, la literatura de ficción, los museos y las innumerables producciones de la industria audiovisual (telenovelas, series en streaming, narcocorridos) que se han tornado sumamente populares. Por esta razón, la investigación de Zavala incluye estas fuentes en su corpus analítico, junto con datos más institucionales, para rastrear las transformaciones de los repertorios sobre el “narco”.

La actividad convergente de múltiples agencias sociales de difusión produce una habituación a cierto vocabulario (sicario, plaza, cobro de piso, plata o plomo, entre otros), por lo que la mera referencia al mundo del “narco” genera una sensación de familiaridad en sujetos que no han tenido contacto, siquiera indirectamente, con el mismo. En esta inundación comunicativa, la interpretación de eventos violentos se ha disciplinado, haciéndola orbitar sobre tópicos manidos e imágenes racistas, clasistas y estereotipadas, que más que narrar, narrativizan lo que se cuenta.[4] Es decir, más que la consideración de la singularidad de episodios violentos, la asociación con el “narco” como “significante vacío” activa una plantilla preestructurada en la que los elementos recibidos en el discurso –institucional, noticioso o explícitamente “ficcional”– encajan con excesiva facilidad y los elementos faltantes se completan de forma inadvertida y acrítica.

Aunque investigaciones en mercados de drogas de clase media en Latinoamérica muestran que no se regulan a través de la violencia (Daudelin y Ratton, 2018), este dato resulta contrafáctico para el público que ha internalizado la narconarrativa, pues en ella la dupla drogas y violencia funcionan como un par adyacente. La guerra en las palabras muestra cómo esta asociación ha sido construida a lo largo del tiempo como necesaria y suficiente. Sin embargo, Zavala evidencia que las imágenes circulantes, así como las políticas que las acompañan, han mutado a través de al menos cuatro períodos documentados en el libro: La Operación Cóndor y la soberanía del Estado (1975-1985), El caso Camarena y la nueva doctrina securitaria (1985-1994), La invención del "jefe de jefes" en la era neoliberal (1994-2006), La guerra simulada (2006-2020).

En un paneo general, el punto de partida es la referencia al traficante y al narcotráfico como una actividad marginal en los años 70 del siglo pasado, llevada a cabo por personajes arcaicos, folklóricos y relegados, incapaces de subirse al proceso de modernización del llamado “milagro mexicano". Esto dio paso, a partir de la década de 1990, a la construcción de un enemigo doméstico, con alto poder de fuego, brutal en sus ejercicios de la violencia, con un alcance financiero y económico transnacional, que pone en “jaque” no sólo la soberanía nacional mexicana, sino que encarna un incontrolable peligro global, al que recientemente se le ha acuñado el remoquete de “narcoterrorista”.

Este giro securitario de política y discurso ha sido promovido por Estados Unidos tras el fin de la Guerra Fría, sustituyendo la amenaza política del comunismo por una amenaza despolitizada y relegada al campo criminal, cuyo principal centro de gravedad sería el tráfico de drogas. Zavala muestra que, aunque la metáfora de la guerra se planteó inicialmente en la administración Nixon para lidiar de forma interna con disidencias y minorías étnicas, no es sino hasta finales de la década de 1980 –con Ronald y Nancy Reagan (Just say no)– cuando se instala la política punitivista, conservadora, securitaria y militarista como respuesta global al problema de las drogas.[5]

Hay que destacar que en la narconarrativa se dan al menos dos supuestos ontológicos que son disputados por el autor. El primero hace referencia al traficante como enemigo doméstico, supuestamente “cartelizado” y con un poder armado, corporativo y económico de alcance transnacional. Esta asunción ya ha sido interpelada e historizada críticamente en trabajos anteriores del autor. El segundo, más ampliamente cuestionado en este libro, es el que retrata al Estado mexicano como representante ejemplar de la institucionalidad deficitaria del Sur Global. En esta construcción, el conglomerado institucional mexicano se muestra como fallido, débil, fragmentado, amén de corrupto y subordinado al campo criminal. De allí que requiera, en esta matriz de pensamiento colonial, de la ayuda y la cooperación de Estados Unidos para promover la “ley y el orden” en territorios indisciplinados y con una institucionalidad frágil. Ambos supuestos son relativizados y cuestionados con amplios argumentos. Para Zavala, el papel de las instituciones estadounidenses en el problema ha sido sistemáticamente obliterado, pues, aunque en este país se concentran “las dos terceras partes de consumidores de drogas del mundo”, rara vez aparece en las representaciones hegemónicas como un Estado con instituciones deficientes, masivamente corrupto o que permita y promueva los estados de excepción y las violaciones a los derechos humanos.

Interceptando la filosofía y la ciencia política con la investigación social, Zavala –sin negar la gravedad de la violencia y sus efectos– reconoce la naturaleza rizomática, dispersa y compleja adjudicada al tráfico de drogas, así como la existencia de variadas configuraciones en Latinoamérica. Sin embargo, el argumento del autor amplifica el legado de otros investigadores mexicanos como Luis Astorga, cuya obra sirve de precedente para proponer que el campo criminal no se ha encontrado, hasta ahora, en paridad de condiciones para disputar la soberanía y el monopolio de la violencia del Estado. Así las cosas, hablar de “guerra” es un recurso retórico que agiganta a un enemigo con el propósito de justificar la respuesta militar y armada.

En suma, la narconarrativa legitima la violencia organizada directamente aplicada por cuerpos militares o delegada a milicias privadas e ilegales. El uso instrumental de esta violencia parece responder a la necesidad de desplazar poblaciones en territorios ricos en recursos naturales. Por ello, Zavala –siguiendo y complementando a David Harvey, Dawn Paley y Guadalupe Correa, entre otros–, conjetura un mecanismo de “desposesión por militarización”, en el que el desplazamiento de poblaciones a través de la violencia beneficia a élites gubernamentales y también trasnacionales. De este modo, la construcción mítica que habilita la narconarrativa posibilita que quienes se benefician en mayor cuantía de la violencia –usada como instrumento productivo fuera de cualquier marco legal– aparezcan, empero, en el discurso público como ajenos a la misma o acorralados por ella.

Sin obviar otras perspectivas –que echan mano de conceptos como pluralismo violento, gobernanzas criminales, gobernanzas híbridas y zonas grises o marrones (Cf. Lessing, 2021)–, Zavala argumenta que no existen en México grupos criminales que sean capaces de disputar sustantivamente el poder de fuego, político e institucional articulado desde el campo estatal. La argumentación no sólo toma en cuenta la correlación de fuerzas en el ejercicio de la violencia directa (pública / privada), sino que apunta a la selectividad y discrecionalidad del Estado para establecer la frontera entre lo legal y lo ilegal. Toma para ello la idea de Bourdieu de que el Estado detenta también el monopolio de la violencia simbólica, teniendo la potestad de decidir qué debe ser proscrito, quién debe ser tratado como enemigo (Smichtt), cuándo se aplican estas definiciones y cuándo se suspende o no el marco de derechos (Agamben, Esposito, Spector).

A este tenor, la investigación de Zavala –aunque no abandona el registro periodístico y resulta de fácil lectura para el público general–, dialoga con muchas de las perspectivas críticas influyentes en el pensamiento político contemporáneo, referenciando con solvencia a múltiples enfoques, autores, disciplinas y fuentes de datos por lo que el trabajo resulta de interés para muchas audiencias.

De cara al presente, esta investigación documenta críticamente los avances, retrocesos y contradicciones de la política antidrogas del actual presidente mexicano. Zavala apunta que –aunque en campaña electoral López Obrador prometiera la finalización de la guerra contra las drogas y la necesidad de dar una respuesta civil al problema de la seguridad– su gobierno ha terminado afianzando la militarización como dispositivo de gobernanza securitaria. Para Zavala, la actual administración ha cedido a inercias institucionales y demandas de públicos diversos que han internalizado y buscan perpetuar la narconarrativa.

Finalmente, es importante destacar que La guerra en las palabras es fruto de un trabajo colaborativo reconocido explícitamente por el autor, quien tuvo la capacidad de tejer múltiples registros y convocar diversos enfoques contemporáneos con una mirada interdisciplinaria, profunda y algunas veces personal. Esta obra incomoda y cuestiona el sentido común hegemonizado en torno al narcotráfico, mostrando cómo los estados de excepción promovidos por la militarización de la seguridad, no sólo no se originaron en suelo mexicano, sino que se articularon e institucionalizaron por una “cooperación” continua y sostenida con el “hermano mayor” del norte.

Referencias

Charaudeau, P. (2005). El discurso de la información. La construcción del espejo social. España: Gedisa.

Daudelin, J. y Ratton, J. L. (2018). Islands of Peace: Middle-Class Drug Markets. En Illegal Markets, Violence, and Inequality (pp. 17-36). Palgrave Macmillan, Cham. Recuperado de https://doi.org/10.1007/978-3-319-76249-4_2

Foucault, M. (2008). Seguridad, territorio, población: curso del Collège de France, 1977-1978. Madrid: Akal Ediciones.

Lessing, B. (2021). Conceptualizing Criminal Governance. Perspectives on Politics, 19(3), 854-873. Recuperado de https://doi.org/10.1017/S1537592720001243

Potter, J. y Wetherell, M. (1987). Discourse and Social Psychology: Beyond Attitudes and Behaviour. SAGE Publications.

Zavala, O. (2018). Los cárteles no existen. Narcotráfico y cultura en México. Barcelona: Malpaso Ediciones.

[1] Zavala, Oswaldo. (2022). La guerra en las palabras. Una historia intelectual del “narco” en México (1975-2020). México: Debate.

[2] Profesor de Departamento de Psicología Social de la Escuela de Psicología de la Universidad Central de Venezuela, Magíster en Estudios del Discurso y doctorando en Paz, Conflicto y Desarrollo en la Universidad Jaume I con financiamiento de la Fundación Carolina. Correo electrónico: alterjf@gmail.com. orcid: https://orcid.org/0000-0001-7905-9328

[3] Usamos aquí la noción de repertorios discursivos de una manera más laxa que la propuesta por Potter y Wetherell (1987) al hablar de repertorios interpretativos.

[4] Zavala toma el concepto de narrativización del historiador Hayden White.

[5] Zavala apunta que la diferencia entre demócratas y republicanos a este respecto ha sido más bien retórica.

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